Foto:cortesía hacemosmemoria.org
La experiencia del exilio muestra que la frontera no es una línea que se traspasa, sino una enorme zona gris por la que deambulas mucho tiempo después de la huida. Cruzar la frontera no es un acto, ni un salto. Lleva meses o años. La vida toca rehacerla, no desde los pedazos, sino a veces desde las cenizas. Comida, trabajo, olores, a veces hasta aprender a hablar de nuevo.
En otros casos, en los pueblos que están a los dos lados de la frontera, indígenas como los siona o los bari, afrodescendientes o campesinos, la guerra ha fragmentado aún más sus territorios y la protección no se ha hecho responsable, alterando modos de vida compartidos. Hay pedazos de Tumaco o Buenaventura en Antofagasta, en el desierto más seco del mundo en Chile, en Ecuador, en Islandia, en Canadá, en España, en Italia, en Nueva Zelanda o en Washington (Estados Unidos). En las culturas ligadas a la tierra, el exilio es además una ruptura con el ombligo de la vida.
Que lo vivido se encuentre con las palabras que lo habitan no tiene que ver solo con uno o una misma. Es un ejercicio social. Los exiliados y exiliadas han suspirado muchas veces al salir, cuando les perseguía el miedo, y al cerrar la puerta del peligro, pero también han dejado sus vidas para empezar otras. Si como nos dijo una refugiada en Canadá: “Pedir asilo es tratar de convencer al otro de que tu verdad vale la pena”, la Comisión quiere decirles hoy que su testimonio, su esfuerzo, su lucha, vale la pena. En la Grecia Antigua, el destierro era una de las mayores penas, porque además de desarraigarte de todo, te quitaba el derecho a la palabra, dejabas de ser ciudadano o ciudadana. Los que no tenían derecho a la palabra eran esclavos.
Todo ello no son cosas de hace 3.000 años. El exilio te quita la ciudadanía, te deja muchas veces en un limbo del que no puedes volver hacia atrás ni ir hacia delante, con un dolor que quieres dejar lejos y no tienes tiempo de asimilar. Si te faltan los papeles, no te dan trabajo y sin trabajo no puedes alquilar una vivienda. Una cosa lleva a la otra y viceversa. Eres colombiano, colombiana, pero no puedes acercarte al consulado porque da miedo o pierdes tus derechos. Los cientos de miles de hogares colombianos en el mundo son un tipo de patria. Una que, como decía Txillida, escultor de mi pueblo, no es el lugar al que perteneces sino el horizonte que nos mueve.
Hemos escuchado historias de funcionarios del Estado que no fueron protegidos o fueron perseguidos por el propio Estado. Víctimas del secuestro de las guerrillas que no podían quedarse a vivir el miedo de nuevo. Sobrevivientes de atentados o masacres paramilitares o del narcotráfico asociado a la guerra, que impusieron el terror en una gran parte de ese país rural y los barrios de grandes ciudades donde se extendió esa guerra por el control de la población y el territorio. Mujeres huyendo de las amenazas de reclutamiento de sus hijos o la violencia sexual, también personas del colectivo LGTBI. Otras, a quienes les quitaron la tierra los que estaban interesados en acumularla o explotar sus recursos.
La Comisión quiere reconocer que el exilio tiene los rostros de todas las víctimas que ha dejado el conflicto armado y su prolongación durante décadas; todos los sectores sociales del país han sido afectados. Se han exiliado mujeres, hombres, niños y niñas, personas LGTBI, comunidades étnicas, indígenas y afrodescendientes, campesinos y campesinas, académicos, estudiantes, artistas, empresarios, sindicalistas, periodistas, funcionarios públicos, políticos, jueces, fiscales, defensores de derechos humanos, líderes sociales, familiares de excombatientes y excombatientes que conforman esta Colombia fuera de Colombia.
En la toma de testimonios hemos preguntado muchas veces por qué tuvo que salir del país. Y si bien las respuestas son múltiples y algunas evidentes, hay una que resume muchas de ellas y es a la vez un factor de persistencia del conflicto armado: por pensar diferente.
La Comisión recoge este pensar diferente como un aporte a la construcción de la democracia, donde la gente no sea expulsada, estigmatizada ni perseguida por lo que piense. La estigmatización muestra una intolerancia inaceptable. Ninguna sociedad puede construir democracia eliminando o expulsando al otro.
Uno de los impactos de la guerra es la falta de espacios sociales de reconstrucción. El miedo teje las vidas y se mete en las relaciones. En el exilio y en el territorio colombiano, donde hay víctimas de todos los lados, hemos escuchado muchas veces ¿de qué lado estará? Para la Comisión, las víctimas de la guerra están del mismo lado, el del sufrimiento y la resistencia que la sociedad y la política necesitan escuchar.
Los exiliados y exiliadas han sido invisibles, o todo lo más, un aliado para hacer una gira, actividades de lobby, buscar dinero para apoyar proyectos en el país o difundir información sobre Colombia. Pero lo que le pasó a los exiliados y exiliadas fue en realidad un recuerdo o un silencio.
La Comisión de la Verdad es una oportunidad para hacer cosas para las que nunca hubo tiempo. Hemos escuchado a jóvenes de la segunda generación reclamar a sus mayores: cuéntennos no solo qué pasó, sino qué les pasó. Esa historia afectiva ayuda a juntar los pedazos de tantas vidas rotas entre los que se tuvieron que ir los que se quedaron. Por cada pedazo de la familia que se fue, hay otro que se quedó, de tíos, primas, abuelos que a veces no entienden por qué o que sufren en silencio. Si juntásemos todas esas vidas y las pusiéramos en cifras, tendríamos que alrededor de cinco millones de personas han sido afectadas por esas rupturas.
La Comisión es un paso para ese reconocimiento. Como institución del Estado, la Comisión quiere reconocer la injusticia de lo vivido y la victimización de que fueron objeto. El exilio muestra la falta de una política del Estado para la protección de su población en riesgo, una falta de respuesta a sus denuncias y una ausencia de consideración durante décadas de su propia existencia. La Comisión considera que exilio no solo es un hecho traumático sino una violación más que no puede seguir siendo invisible, que debe ser considerada en las políticas de reconocimiento
La Comisión ha tratado de trabajar así de la mano de muchas organizaciones y víctimas. Como nos enseñó Fabiola Lalinde, cuyo hijo Luis Fernando fue desaparecido por una patrulla militar en 1986, y cuyo hermano tuvo que pedir refugio en Canadá precisamente por buscarlo; el sentido habita a veces en que otras madres no pasen por lo mismo y transformar el sufrimiento en un tipo de lucha para que tanto dolor no sea inútil.
La Comisión también ha escuchado numerosos relatos de víctimas que sufrieron persecución durante el exilio, en otros países, incluso por las propias instituciones del Estado. Hay verdades que exigen un examen crítico del pasado, y esta es una de ellas. El exilio es testigo de ejemplos de cómo se extiende la guerra que no te deja en paz, y de que, a veces, las fronteras o los mares no son suficiente barrera para el desprecio.
Habitamos en tiempos intermedios. Un proceso de paz es eso. No se sale de una guerra fácilmente, aunque se haya firmado un acuerdo. No se hace la paz si no se acallan no solo las armas sino el miedo, y si no hay un nuevo tiempo en el que creer para las nuevas generaciones. Los tiempos fundacionales no son la continuidad de lo vivido. Tienen algo de quiebre y de inicio. La verdad que Colombia necesita es un espejo en el que mirarse, y el exilio nos devuelve una imagen de lo que hay que cambiar.
El escritor uruguayo que también tuvo que vivir el exilio, Eduardo Galeano, dice que el derecho a soñar no figura entre los 30 derechos humanos que las Naciones Unidas proclamaron a fines de 1948, pero si no fuera por él, y por las aguas que da de beber, los demás derechos se morirían de sed. En este ejercicio de escucha nos hemos preguntado muchas veces qué país sería Colombia si toda esta gente no hubiera tenido que irse. La respuesta es que ese país es el que necesitamos. Gracias por su confianza. La Comisión les reconoce como sujetos de esa transformación que Colombia necesita.
Colombia necesita una hospitalidad narrativa. Es decir, la apertura de la propia historia a la del otro. El exilio debe ser integrado en la narración de la verdad en Colombia, y tener por fin un lugar que no les expulse, sino que les acoja. Por eso, el retorno de nuestras voces es un lugar no para quedarse, sino para seguir caminando. Muchas gracias a todos y todas los que lo hacen posible. De nuestra parte, el compromiso de la Comisión es seguir adelante.
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